¿Quién soy???  Martín. E. Ramos

Así como mi hermano es un regalo, yo soy un regalo para los demás. Debo intentar un buen regalo, el mejor posible. Esto es dar la vida por los demás.

Amar al prójimo como a uno mismo… Sobre amar al prójimo, los santos nos han enseñado muchísimo, al igual que la iglesia. Pero Amarse a uno mismo… qué difícil.

El hermano es un regalo, con sus defectos y sus dones. Así mismo, como “hermano de mi hermano”, yo soy un regalo para él. Mis dones no deben ser escondidos, y es por ese motivo (parábola de los talentos). Yo soy un regalo para los demás, por eso debo intentar ser el mejor regalo que me sea posible ser, ese regalo que Dios pensó cuando me creó. Una vida de cambio constante hacia la santidad, es el camino para ser ese regalo, ese instrumento del Amor de Dios; Buscar la santidad es buscar la perfecta unión con el Padre, y ser así el mejor regalo que él podría darles a mis hermanos.

A veces la frustración nos hace odiarnos a nosotros mismos, por ejemplo al caer una y otra vez en el mismo pecado. En ese momento es importante recordar que el enemigo no le teme al que no cae, le teme al que se levanta cada vez que cae. No hay que decirse a uno mismo “Sos inservible, un auténtico desastre” con odio y una mirada rechazante hacia nosotros mismos. Dios nos ama siendo ese desastre, nos ama con paciencia y misericordia. Tenemos que querernos con la misma paciencia y misericordia para poder crecer;  somos como una planta a la que regar y podar, intentando sin descanso mejorar pero sin desesperar, somos un regalo para perfeccionar.

Ser exigente con uno mismo, intentar pulir los defectos, sintonizar la voz del Padre en el cielo, la voz del Hijo en el tabernáculo y en nuestro corazón, la voz del Espíritu Santo en los sacramentos y en las pequeñeces cotidianas.

Perfeccionarnos como regalo es combatir un pecado: El que más daño haga en este momento, el que no queremos ver, empezando siempre por el orgullo ya que la humildad es la base para reconocer nuestros pecados.

Es corregir un mal hábito, al mismo tiempo que se adquiere uno bueno;

Es practicar un acto de amor, habituarnos a la caridad (dar la vida por el hermano que Dios HOY puso a nuestro lado);

Es combatir un pensamiento impuro (ese recurrente que abre una puerta a la tentación);

Es ayunar de un placer puntual (gustos, comodidades, posesiones);

Y es hacer costumbre una actividad espiritual (oración, misa diaria, rezo del rosario, lectura espiritual). Aquí se busca ser más sensible a la voz de Dios, ser uno con Dios.

Y todo esto sin apuro, sin necesidad de hacer todo al mismo tiempo (en este sentido dejarse guiar por la voz de Dios y lo que nos vaya poniendo en el camino).

 
 

Para los que piensan que están en una "noche obscura". Recuerden que la fe no es un sentimiento. La verdadera fe, es cuando ya no siento nada. El ejemplo de Madre Teresa es magnífico. El artículo de Boff, muy bueno.

Una santa que no creía en Dios
Página de Leonardo Boff en Koinonía - 2016-09-14

Dejemos a un lado, por un momento, las cuestiones políticas y ocupémonos de un tema de gran relevancia existencial y espiritual. Se trata de la noche oscura que la recién canonizada Madre Teresa de Calcuta vivió y sufrió desde 1948 hasta su muerte en 1997. Tenemos los testimonios recogidos por el postulador de su causa, el canadiense Brian Kolodiejchuk en el libro Come Be My Light (Ven, sé mi luz).
Como es sabido, la Madre Teresa vivía en Calcuta recogiendo moribundos de las calles para que muriesen humanamente dentro de una casa y rodeados de personas. Lo hacía con extremo cariño y completa abnegación. Todo indicaba que lo hacía a partir de una profunda experiencia de Dios.
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos enteramos de su profundo desamparo interior, verdadera noche sin estrellas y sin esperanza de un sol naciente. Esa pasión dolorosa duró casi 50 años. Ya en agosto de 1959 escribía a uno de sus directores espirituales: «En mi propia alma siento un dolor terrible. Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios y que Él verdaderamente no existe».
En otra ocasión escribió: «Hay tanta contradicción en mi alma: un profundo anhelo de Dios, tan profundo que me hace daño; un sufrimiento continuo y con él el sentimiento de no ser querida por Dios, rechazada, vacía, sin fe, sin amor, sin cuidado; el cielo no significa nada para mí, me parece un lugar vacío».
Sabemos que muchos místicos testimonian esta experiencia de oscuridad. Lo constatamos en san Juan de la Cruz, en santa Teresa de Ávila, en santa Teresa de Lisieux, entre otros. Esta última, tan dulce, expresión de la mística de las cosas cotidianas, escribió en su Diario de un Alma: «No creo en la vida eterna; me parece que después de esta vida mortal, no existe nada: todo desapareció para mi, solo me queda el amor».
Es conocida la noche oscura de san Juan de la Cruz, tan bien expresada en su poema “La noche oscura”. Él distingue dos noches oscuras: una, la noche de los sentidos por la cual el alma vive sin consuelos espirituales y en una tremenda sequedad interior. La otra es la noche del espíritu “oscura y terrible” en la cual el alma ya no consigue creer en Dios, llega a dudar de su existencia y se siente condenada al infierno.
Especialmente la modernidad, centrada en sí misma y perdida dentro del inmenso aparato tecnológico que creó, vive también esta ausencia de Dios que Nietzsche calificó como «la muerte de Dios». No es que Dios haya muerto, porque entonces no sería Dios. Es que nosotros lo matamos, es decir, Él ya no es un centro de referencia y de sentido. Vivimos errantes, solos y sin esperanza.
Dietrich Bonhöffer, teólogo mártir del nazismo, captó esta experiencia, aconsejándonos vivir «como si Dios no existiese» (etsi Deus non daretur), pero viviendo el amor, el servicio a los demás y cultivando la solidaridad y el cuidado esencial.
Sospechamos que Jesús conoció esta noche terrible. En el Huerto de los Olivos se sintió tan solo y angustiado que llegó a sudar sangre, expresión suprema de pavor. En lo alto de la cruz, grita al cielo: ”Padre, ¿por qué me has abandonado?” No obstante esa ausencia de Dios, se entrega confiadamente: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”. Se despojó de todo. La respuesta vino en forma de resurrección como la plenitud de la vida.
La noche oscura de Madre Teresa al punto de decir: «Dios verdaderamente no existe» nos deja un interrogante teológico. Descompone todas nuestras representaciones de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás” dicen las Escrituras. Es «nuestro saber no sabiendo, toda ciencia transcendiendo» al decir de San Juan de la Cruz. Creer en Dios no es adherir a un dogma o doctrina. Creer es una actitud y un modo de ser; es adherirse a una esperanza que es “la convicción de las realidades que no se ven” (Hebreos 11,1), porque lo invisible es parte de lo visible. Creer es una apuesta, según dice Pascal, que conoció también su noche oscura.
Simone Weil, la judía que en la última guerra se convirtió al cristianismo pero no quiso bautizarse en solidaridad con sus hermanos condenados a las cámaras de gas, nos da una pista de comprensión: «Si quieres saber si alguien cree en Dios, no te fijes en cómo habla de Dios sino en cómo habla del mundo», si habla en forma de solidaridad, de amor y de compasión. Dios no puede ser encontrado fuera de estos valores. Quien los vive está en dirección a Él y junto a Él aunque niegue a Dios.
La Madre Teresa de Calcuta amando a los moribundos estaba en comunión con el Dios escondido. Ahora que ya se transfiguró vivirá la presencia de Dios cara a cara en el amor y en la comunión.

 

 

 

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