Todo aquel que habla del Señor con unción (el toque del Espíritu Santo), atrae sobre sí las miradas de los que lo rodean. Todos son atraídos por esas palabras. Todos, en alguna medida, suspenden lo que están haciendo para preguntarse “¿Qué es esto?”. De ahí en más, es cada persona la que da una respuesta.
Algunos van hacia esas palabras para seguir escuchando. Sus corazones están dispuestos, quieren más, se alegran sus espíritus y se dejan transformar por esas palabras. ¡Victoria del Señor y del hombre! Juntos en sociedad. El Hacedor y la criatura son invencibles.
Otros se sentirán inquietos, algo se agitará en su interior. Su ceño se fruncirá y la desconfianza se abrirá paso. “¡Cuidado!” gritará su espíritu “¡Amenaza!”. E, inmediatamente, surgirá el rechazo y el deseo de acallar esa voz que anuncia y denuncia.
Entre una reacción y otra, hay infinidad de matices: miedo, dudas, culpas, prejuicios, cansancios, malas experiencias, etc. Tantas reacciones como seres humanos sobre la tierra.
Pero lo cierto es que la voz que proclama la palabra del Señor algo provocará. Si no es así, entonces, no es la palabra del Señor. Será palabra humana con buenas intenciones.
Si tú estás proclamando la palabra del Señor, debes esperar todas esas reacciones en quienes te escuchan: disponibilidad, gozo, aceptación, incertidumbre, enojo, molestia, rechazo, furia, persecución y, si fuera posible, la muerte. Si estás proclamando la palabra del Señor, muchas vidas serán transformadas. El gozo será una señal clara de autenticidad. La persecución también.
Si estás proclamando la palabra del Señor, ora. Pide al Señor que fortalezca tu espíritu para que los aplausos no envanezcan tu alma y para que el odio de la persecución, no anide en tu corazón.
Ora. Ora mucho y gózate en tu Señor.